(Juan 14:15; 1 Juan 2:3-5)
Estudiando historia uno puede darse cuenta de que los esclavos obedecían a sus amos por temor a los crueles castigos. Los soldados vencidos obedecían a los vencedores por temor a ser asesinados. Las naciones chicas obedecían a las poderosas y les pagaban tributo por temor a ser invadidas y destruidas. Las civilizaciones antiguas obedecían a sus dioses por temor a provocar la ira de éstos y desatar violentos fenómenos de la naturaleza.
Hoy en día el temor sigue siendo uno de los principales motivos por el cual decidimos hacer las cosas: el empleado obedece al empleador por temor a ser despedido. El alumno obedece a su maestro por temor a perder el curso. El ciudadano obedece a las autoridades por temor a las multas o la cárcel. Y hasta el cristiano obedece a Dios por temor a los castigos terrenales tales como maldiciones, enfermedades, pobreza, desgracias, y finalmente, la condenación eterna en el infierno.
¡Temor! ¡Temor! ¿Debe ser ese el motivo por el cual hacemos lo que es correcto en la vida? ¿Desea Dios que le obedezcamos por temor a sus represalias y al castigo eterno en el infierno? ¿Y si lo que Dios desea del ser humano es que lo obedezca, por qué razón no lo programó como a un robot para que siguiera sus órdenes al pie de la letra?
Pensar de esta manera es no conocer el corazón de Dios. El Señor es amor y todo cuanto hace, lo hace por amor. Aún la disciplina para sus hijos se basa en el amor, porque es como un Padre que reprende a sus hijos pensando en el bien de ellos. Claro que Dios hubiera podido programar a los humanos tal y como se hace con un robot, pero hay un problema: aunque un robot puede obedecer, no puede amar.
Dios desea la obediencia por amor, no por temor. Lo que Dios anhela es que cada ser humano disfrute del inmenso amor que Él le tiene, y que envuelto en ese amor, cobijado por ese amor, le corresponda de igual manera; y fruto de ello, anhele con todo su corazón, con toda su alma, agradarle, obedecerle, hacer su voluntad.
En la ley de Moisés el primer mandamiento era “amar a Dios por sobre todas las cosas”. En la Gracia, que trajo Cristo y con la cual sepultó la ley, Dios nos demostró su gran amor muriendo por nosotros y dándose a nosotros. Ahora, nuestra respuesta debe ser entonces, amarle, porque Él nos amó primero y se nos ha robado el corazón. Y como consecuencia de amarle, obedecerle, servirle, someternos a su voluntad.
No es malo obedecer a Dios por temor al castigo, o al desprestigio, o al rechazo, o a la maldición, o a las consecuencias fatales del pecado, eso es bueno recordarlo; sin embargo, nuestra principal motivación deber ser porque le amamos, y le amamos tanto que somos incapaces de herir, de traicionar, de despreciar ese gran amor, de pisotear su sangre derramada en la cruz y de contristar al Espíritu Santo que nos ha sido dado.
jueves, 17 de junio de 2010
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